La típica frase «Yo acepté a Cristo en mi corazón» no figura en ninguna parte del Nuevo Testamento. Creer en Cristo no depende de nosotros, sino que depende de la gracia predestinadora de Dios. Tener fe en el evangelio no es el resultado de nuestra decisión, sino el resultado de que Dios nos ha predestinado para que tuviéramos fe.
Desde antes de la fundación del mundo, Dios escogió a pecadores con el propósito de santificarlos y salvarlos (Efesios 1:3; Romanos 8:29; 1 Pedro 1:2; 2 Tesalonicenses 2:13); los escogidos son llamados por Dios cuando escuchan la predicación del evangelio y responden con fe (2 Tesalonicenses 2:14; Hechos 13:48; Tito 1:1); cuando los escogidos creen en el evangelio, son sellados por el Espíritu Santo y el Padre los preserva hasta el día de la glorificación (Efesios 1:13-14; Juan 10:27-29; 2 Timoteo 4:18). La predestinación no depende del hombre ni de su decisión, sino que depende de la voluntad soberana de Dios (Efesios 1:5; 1:11).
Todo lo anterior expuesto es resumido por el apóstol Pablo en un solo versículo:
“Y a los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó” (Romanos 8:30).
A.W. Pink, teólogo, evangelista y predicador, escribió:
“Dios no sólo tiene el derecho de hacer lo que quiere con las criaturas de Sus propias manos, sino que ejerce este derecho, y en ninguna parte se ve esto más claramente que en Su gracia predestinadora. Antes de la fundación del mundo, Dios hizo una elección, una selección, una escogencia. Ante su ojo omnisciente estaba toda la raza de Adán, y de ella escogió a un pueblo y los predestinó a ‘ser conformados a la imagen de su Hijo’, y los ‘ordenó’ para vida eterna” (Pink, 2018, p)
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