“Gracias a Dios que no conocemos el futuro”

“Gracias a Dios que no conocemos el futuro”

Hay ocasiones en la vida en las que nos gustaría conocer el futuro. Existen tiempos de tristeza en los que nos preguntamos cuándo se terminarán nuestras lágrimas; tiempos de dolor en los que nos cuestionamos cuándo seremos sanados y tiempos de incertidumbre en los que nos preguntamos cuándo se acabará la angustia. En esos momentos

Hay ocasiones en la vida en las que nos gustaría conocer el futuro. Existen tiempos de tristeza en los que nos preguntamos cuándo se terminarán nuestras lágrimas; tiempos de dolor en los que nos cuestionamos cuándo seremos sanados y tiempos de incertidumbre en los que nos preguntamos cuándo se acabará la angustia. En esos momentos quisiéramos ser capaces de mirar más allá del presente y poder ver el futuro. Y a la vez, sabemos que estaría dentro del poder de Dios revelárnoslo.

Como cristianos, tenemos la confianza de que no hay nada—ni una sola cosa en el tiempo o en el universo—que esté más allá del conocimiento de Dios. Él conoce todo lo que fue, lo que es y lo que será. Dios conoce el pasado porque Él ha estado de manera omnisciente y omnipresente en cada momento y en cada detalle del pasado. Dios conoce el futuro porque Él controla el futuro. Él sabía la posición de cada átomo en el momento en que los creó y sabe la posición  de cada átomo el día en que Él lleve todo a su fin. Su conocimiento del futuro es tan extenso y profundo como lo es su conocimiento del presente y del pasado. Él es el que “declara el fin desde el principio y desde la antigüedad lo que no ha sido hecho, diciendo, «Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré»” (Isa.46:10).

Debido a que Dios conoce el futuro con todo  detalle, Él podría haber elegido revelarnos el futuro con todo detalle. Él podría revelarnos, tanto a ti como a mí, cada acontecimiento que nos ocurrirá, cada bendición que recibiremos, cada prueba que soportaremos. Pero no lo ha hecho, y doy gracias por ello. Estoy agradecido de que no conozcamos el futuro. Aunque nuestro deseo de conocer lo porvenir puede ser comprensible, no es sabio. Si conociéramos el futuro en detalle, creo que eso nos sería de tropiezo, nos paralizaría y nos destruiría. Imagínate conocer el día que tu hijo va a morir, y cómo ese conocimiento podría cambiar tu relación con él. Sabiendo que tendrá una vida corta, estarías tentado a idolatrarlo: —¡Sólo me quedan unos pocos meses!— pensarías. Mientras que creyendo que tendrá una larga vida, podrías estar tentado a descuidarlo. Podrías decir o pensar: —»¡Nos quedan muchos años juntos!»—. Imagínate saber el momento en que tu vida terminará y todo lo que seguramente intentarás hacer para tratar de evitar ese momento, ese lugar, esa situación. Imagínate conocer los resultados de una votación antes de que se recojan las boletas electorales o conocer la puntuación en un examen antes de que escribas aún una sola palabra. Dedica tan solo unos minutos a imaginar lo inconveniente que sería esa vida y seguramente llegarás a la conclusión de que el hecho que Dios nos oculte el conocimiento del futuro es una expresión de Su sabiduría divina. Pero así como estoy agradecido de que no conocemos el futuro, también estoy agradecido de que conocemos el futuro. En la sabiduría de Dios Él ha escogido darnos algunos detalles. En particular, ha decidido decirnos qué ocurrirá al final y qué viene después del final.

Nos dice que en un tiempo no especificado en el futuro, un tiempo conocido sólo por Dios, Jesucristo regresará a esta tierra y pondrá fin a la historia. Él separará a la gente que ha creído su evangelio de aquellos que no lo han hecho. Los que le han rechazado serán echados fuera para siempre; los que han creído en Él estarán a su lado para siempre, en cuerpos perfeccionados y en una tierra perfeccionada. Ese es el futuro que Dios nos revela y es suficiente. Es suficiente para darnos la confianza de que nuestras penas llegarán a su fin y de que nuestras lágrimas se secarán. Suficiente para que las aflicciones que de continuo nos encontramos sean «ligeras y momentáneas», y suficiente para que la incertidumbre a la que nos podamos enfrentar sea reemplazada por el asombro ante lo que Dios ha llevado a cabo en y a través de nosotros para Su propia gloria. Hasta que llegue ese gran día, nos aferramos a lo que Dios nos ha dejado claro sobre el futuro. Hasta ese gran día, continuamos mirando con fe a Jesucristo Hasta ese gran día, nos aferramos a las muchas promesas poderosas que Dios nos ha dado.

Nuestra confianza no está en conocer el futuro, sino en conocer al que sostiene el futuro.

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